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Martes 29 de Octubre 2024

Guerra

 

El respeto de la vida humana y su desarrollo y crecimiento requieren obligadamente de un compromiso de convivencia pacífica, pues la paz no es la ausencia de guerra, aunque la guerra sí es la ausencia de paz.


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Por: Roberto O’Farrill Corona

Tanto Rusia como Ucrania sufren la guerra en tanto que el resto del mundo calcula con temor que si más naciones se suman, este conflicto dejaría de ser local para convertirse en guerra mundial, la tercera de nuestra historia.

Culpar a Rusia o a la OTAN no es más que focalizar a un culpable momentáneo, pues el origen de la guerra siempre ha sido el mismo: la destrucción voluntaria de la vida humana. Este es el origen y esta es la tragedia, sea con armas, sea con leyes, Caín se levanta contra su hermano Abel y le quita la vida. Dios reacciona con dos preguntas: “¿Dónde está tu hermano Abel?” (Gn 4,9) y “¿Qué has hecho?” (Gn 4,10) para luego presentar la tragedia: “Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo” (Gn 4,10), un texto bíblico que en el hebreo original se expresa en plural “Se oyen las sangres de tu hermano clamar a mí” porque no solamente se ha perdido esa vida sino las demás vidas que de él habrían de nacer. En efecto, “Dios tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre” (Jb 12,10).

El respeto de la vida humana y su desarrollo y crecimiento requieren obligadamente de un compromiso de convivencia pacífica, pues la paz no es la ausencia de guerra, aunque la guerra sí es la ausencia de paz. Renunciar a toda acción violenta y sangrienta debería ser el propósito de todo ser humano considerando que no se es grande entre todos por el poder ni por la fuerza sino por procurar el bien de los demás, como explicó Jesús en su momento: “Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 34). Si en estos dos mil años de cristianismo ya hubiésemos implementado esa manera de vivir la vida seríamos una sociedad perfecta, impecable. Imaginemos cómo serían las relaciones entre todas las personas cuando el propósito de cada uno fuese procurar el bien de todos. Andaríamos muy ocupados en ver a quiénes y en dónde hacer el bien y viviríamos en la promesa bendita: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).

La Iglesia enseña que el quinto mandamiento condena la destrucción voluntaria de la vida humana. Es por ello que a causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libre de la antigua servidumbre de la guerra (cf GS 81, 4), y en el Catecismo establece que “todo ciudadano y todo gobernante está obligado a trabajar para evitar las guerras” (Num 2308).

El saludo en arameo Shalom, que significa paz, sugiere la recuperación de la felicidad del hombre anterior al pecado, la armonía con Dios, consigo mismo, con los demás y con la naturaleza. Pero hemos quedado heridos por el pecado y de esa herida emana una tendencia al mal, una proclividad que en algunos es pequeña pero en otros pareciese regir sus vidas. Por tanto, es claro que la guerra es una lamentable consecuencia del pecado.

Las causas visibles de la guerra son, como enseña el Catecismo de la Iglesia, las “injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace para superar estos desórdenes contribuye a edificar la paz y evitar la guerra: En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza y les amenazará hasta la venida de Cristo, el peligro de guerra; en la medida en que, unidos por la caridad, superan el pecado, se superan también las violencias” (Num 2317), y agrega que “Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones”.

A Ucrania y a Rusia, envueltas en una guerra que ambos pueblos no quieren, aunque sus gobernantes sí, a esas otras naciones que amenazan desde afuera con sumarse a los intereses de una u otra nación, provocando peligrosamente que esta guerra sea mundial, a todos ellos les dejo mi saludo, un saludo de paz que surge de mi Fe firme en Cristo Jesús: “Que Él, el Señor de la paz, les conceda la paz siempre y en todos los órdenes. El Señor sea con todos ustedes” (2Tes 3,16).