“El artista sacro”
Escultura, música, pintura, literatura y arquitectura han encontrado, desde siempre, su más exquisita manifestación en el arte sacro, pues allí el artista presenta aquello que a él le ha revelado Dios, y viene a ser un instrumento para mostrar la apreciación humana de lo divino.
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De las manifestaciones artísticas, dos se vinculan con lo divino: el arte religioso y el arte sacro. El primero, subordinado a la fe y al amor que se siente por Dios, es para la contemplación que suscita la elevación del espíritu y la exaltación de los sentidos; el segundo, es para el culto divino en la celebración de los sacramentos y de la liturgia. Por ende, el arte sacro es cumbre del arte religioso, pues se destina a un fin mayor.
La constitución apostólica Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia, de 1963, sostiene que las artes, “por su naturaleza, están relacionadas con la infinita belleza de Dios, que intentan expresar de alguna manera por medio de obras humanas. Y tanto más pueden dedicarse a Dios y contribuir a su alabanza y a su gloria cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras para orientar santamente los hombres hacia Dios” (Cap VII, 122).
Escultura, música, pintura, literatura y arquitectura han encontrado, desde siempre, su más exquisita manifestación en el arte sacro, pues allí el artista presenta aquello que a él le ha revelado Dios, y viene a ser un instrumento para mostrar la apreciación humana de lo divino.
¿Quién, si no Dios, le mostró a Michelangelo la imagen de Cristo muerto en el regazo de su madre, que el artista florentino esculpió en una roca de mármol, resultando en su Piedad, cuando apenas contaba con 24 años de edad…?
¿Quién, si no la Virgen María, se mostró al Caravaggio con los apóstoles tristes y llorosos reunidos en torno a ella al momento de morir, que el apasionado artista plasmó sobre un lienzo en una escena retratada bajo un poderoso telón rojo que pintó sobre ellos y sobre la Virgen Madre de Dios cubierta por un vestido, también rojo, aunque más solemne y silencioso…?
¿De dónde procedió, si no de la divinidad, el diseño arquitectónico que se atrevió a ir más allá de las catedrales románicas, plantadas sobre el suelo, para desprenderlas de la tierra y elevarlas al cielo mediante el Gótico, que las inunda de luz celestial adornada en mil colores por sus vitrales, y que quiere ir más allá de las nubes en sus flamígeras torres etéreas…?
¿Y quiénes, si no los santos, son los que hablan a los monjes que en sus monasterios escriben iconos de espiritualidad pura, elaborados durante largos ayunos, sin premura, en una sostenida oración que suspende sus sentidos a fin de mostrar en el icono lo que lo sagrado les ha revelado para presentarlo sobre un tablón de madera ungida…?
Y a san Juan de la Cruz, ¿no fue Dios, acaso, quien le hizo escribir: Olvido de lo creado, memoria del Creador, atención a lo interior y estarse amando al Amado…? ¿Y la mano santa de Teresa de Jesús, no fue movida por la divinidad para transmitir la necesidad de lo divino en las palabras: Muy de otra manera le amaríamos si le conociésemos…? Y a Lope de Vega, ¿qué, si no el amor de Cristo, extrajo de su corazón lo lastimoso del pecado hasta hacerle escribir: ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras, pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío, si de mi ingratitud el hielo frío secó las llagas de tus plantas puras!…?
¿Y si no fue Jesucristo, quién, entonces, como al profeta Isaías, le inspiró a Georg Friedrich Haendel escribir y adornar con música los cristocéntricos cantos de su solemne Mesías…?
En el desempeño de su arte, el artista sacro dispone en armonía su cuerpo con su mente y su alma con su espíritu, y es allí, en su espíritu, donde en una íntima relación con Dios recibe lo que ha de mostrar. Así es como el artista sacro expresa lo que Dios le ha expresado a él, mediante los dones que le confirió y con aquello con lo que de la creación dispone en las piedras y bronces, los pigmentos y colores, notas musicales y palabras que, conjugadas y armonizadas unas con otras, resultan en el conjunto de una obra esplendorosa.
Por la sobrenaturalidad de su expresión, el artista sacro suele desempeñarse en una soledad que culmina hasta que su obra es contemplada por un público que no podría tener acceso a esa muestra de divinidad si no fuese por la íntima comunicación que se mantuvo entre Dios y él, un diálogo del que nació su escultura, su pintura, su arquitectura, su poesía, su música, sus escritos; expresiones todas de este arte que mueve a adorar a Dios, para mayor gloria suya, y para un gozo extrasensorial en quienes le amamos.