Esta no es la Europa que esperábamos, claman jóvenes refugiados
“No se pueden quedar aquí, lo siento”. El agente recurre a un inglés básico pero clarísimo y hace un gesto con el brazo para que den marcha atrás inmediatamente. No hay posibilidad de apelación. La presencia de los periodistas no es bienvenida en Idomeni. Los policías griegos siguen haciendo guardia en la localidad donde, hasta […]
“No se pueden quedar aquí, lo siento”. El agente recurre a un inglés básico pero clarísimo y hace un gesto con el brazo para que den marcha atrás inmediatamente. No hay posibilidad de apelación.
La presencia de los periodistas no es bienvenida en Idomeni. Los policías griegos siguen haciendo guardia en la localidad donde, hasta el pasado mes de mayo, vivieron cerca de 11 mil personas, a pesar del frío, el calor, el barro y los insectos. Sólo pensaban en cruzar la frontera y entrar en Macedonia, para después seguir hacia la Europa que cuenta.
Han pasado tres meses y de ese mar de tiendas de colores no queda nada. O, mejor dicho, sólo montículos de residuos.
Después de la expulsión de mayo y del desmantelamiento, en junio, de los dos campos que se habían creado en los aparcamientos de la Eko Station y del Hotel Hara, en la autopista Tesalónica-Skopje, los inmigrantes acampados en la frontera entre Grecia y Macedonia fueron trasladados al pequeño archipiélago de centros de acogida establecidos como emergencia entre Policastro, Kilikis y Tesalónica.
“Durante meses hemos dormido en una tienda de campaña, sufriendo un frío terrible -dice Ahmed, un kurdo sirio de Kobani, mientras tira la caña de pescar en un canal cerca del centro de Nea Kavala, que está a un par de kilómetros de Policastro-. Ahora nos vemos obligados a dormir aquí, otra vez en tiendas de campaña, con un sol que no nos da tregua”.
Ahmed tiene 20 años y en Kobani vendía muebles de segunda mano con su tío antes de que los hombres del Estado Islámico lo obligasen a huir. Vagó por Turquía y luego cruzó el mar Egeo hasta llegar a la isla griega de Samos. Lo trasladaron a Nea Kavala a finales de mayo, después de la evacuación de Idomeni.
“En el campo no se está bien. Hace demasiado calor, en todo el campo hace demasiado calor. Por no hablar de la comida, que es veneno. Cuando le doy demasiadas vueltas a los problemas vengo aquí a pescar con mis amigos, se está mejor. Pescamos mínimo diez peces por día, veinte cuando estamos de suerte. Es la única forma que conozco para que pasen estos largos días”, añade.
Se abre paso por el campo, lejos de los militares que día y noche están de guardia en la entrada principal. Las tiendas blancas del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) se extienden hasta donde alcanza la mirada en una explanada que hierve bajo un sol implacable.
Se trata de un viejo campo de aviación, con una larga pista de aterrizaje, que al atardecer se llena de un torrente de niños escandalosos. Hace meses que unas cuatro mil personas esperan su destino, que en el mejor de los casos es la reubicación.
El programa europeo para la reubicación, tal como están las cosas, parece ser un fracaso colosal.
Esto es lo que resulta de los datos de un informe que lleva las firmas del ACNUR, de Open Society y de la Carta di Roma. A mediados de julio fueron algo más de tres mil las personas reubicadas, un número aún demasiado lejano de la meta de las 160 mil reubicaciones que tienen que efectuarse antes de septiembre de 2017.
“No puedo seguir así -dice Ahmed con amargura-. Quiero volver. Me voy a Turquía y desde allí a casa. En Siria, al menos, puedo dormir bajo un techo de hormigón. Esta no es la Europa que me esperaba, esta no es la Europa que quiero. Otros diez o quince días así y me voy a pie, lo juro”.
A su lado está Abd, un amigo suyo, también refugiado de Kobane, que asiente con la cabeza. “Tenemos que ir hacia el este -explica-. Ahí hay una estación de tren que está a pocos kilómetros de la frontera con Turquía. Hay un río que cruzar. Lo cruzaremos nadando, no hay ningún problema”.
Cada vez aumenta más el número de los que pasan del dicho al hecho. Y la mayoría de los que lo hacen son sirios, tras unos meses durísimos en los campos que han surgido como setas por toda Grecia.
Toman un tren y se bajan en Didimoticho, una pequeña estación que se ha convertido en el terminal de Europa. Recorren a pie los tres kilómetros que los separan del río Evro, la frontera natural con Turquía. Sus aguas en los últimos años han quitado la vida a cientos de inmigrantes que intentaban cruzarlo en la dirección opuesta.
Un poco más al norte, entre Kastanies y Nea Vissa, a lo largo de los 12 kilómetros de la frontera entre Grecia y Turquía no demarcada por el río, en el año 2013 el gobierno de Atenas construyó una valla metálica.
Una barrera que tenía que impedir las entradas y que ahora dificulta incluso la salida de los que quieren dar marcha atrás. Y todo bajo la atenta mirada de los traficantes de personas.
Omar trabajaba en una famosa cadena internacional de hoteles en Damasco y en Dubai. Ahora, en Nea Kavala, espera con su joven esposa el estatus de refugiado para comenzar una nueva vida.
“Conozco a muchas personas que quieren volver -dice-, pero nosotros no lo haremos. Huimos de la guerra. Hemos arriesgado la vida en el mar. No podemos vivir en Siria porque están esos asesinos del Estado Islámico”.
“Yo soy un buen musulmán y no puedo tolerar vivir al lado de estos locos sanguinarios. Después de tanto sufrimiento, tiene que haber una oportunidad para nosotros”, enfatiza.
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Fuente: Notimex